Recibo
una llamada de una amiga con esa voz que ya conozco demasiado bien. Es una
mezcla de culpa y curiosidad, un tono entre el susurro cómplice y la confesión
de quien se está por lanzar —una vez más— al abismo de lo conocido, pero no
resuelto.
Y
ahí empieza todo. De eso que queda cuando la conversación se termina, pero el
lazo, por alguna razón, sigue ahí, flotando, como un archivo en la nube que no
sabes si eliminar o simplemente dejar olvidado.
Silenciar
es una manera de poner pausa. No llamar es una forma de decir “no más”. Llamar,
entonces, se convierte en un acto casi ritual. No siempre significa
reconciliación, ni siquiera perdón.
Los
estragos de la inocencia, la edad y los impulsos.
Una vez, inesperadamente, hasta a mí me cogió
por sorpresa, llame a alguien muy importante para mí. No para saldar cuentas
sino solo, por pura emoción. Del teléfono, salió una frase que me dejó sin
aliento. Literalmente. La otra persona me dijo como todo su aplomo:
- He estado pensando… que tú y yo… ¿de qué
vamos a hablar?
Dicha
así, sin anestesia, la frase fue un disparo certero y mortal al centro exacto
de mi vulnerabilidad. Y que verdad es eso de que no hiere quien quiere, sino
quien puede.
La frase me fulminó en seco en medio
segundo, y menos. Y fue el resultado de mi ingenuidad, de mi torpeza emocional,
y de un ego desbordado que avanzó sin mapa por un terreno pantanoso. Me lancé a
ciegas, sin medir alturas ni impactos. Un salto base sin paracaídas. No había conocimiento,
solo entusiasmo, inconsciente y peligroso.
Nunca
jamás se me volvió a ocurrir levantar el teléfono. No por rencor. Por
autodefensa. Desaparecí entre las sombras con el corazón en los huesos y un
disparo a bocajarro en el ego del que hoy todavía, no me he recuperado.
Pero el silencio no siempre es negativo. A
veces es protección. A veces es un “hasta aquí llego yo”, dicho con la dignidad
de quien no quiere exponerse a las esquirlas emocionales de un pasado. Y eso
está bien. Como también está bien volver a llamar por nostalgia, por ternura, o
porque sí.
Pero hay una trampa. La trampa de esperar algo. Un
mensaje. Una disculpa. Un guiño. Esa expectativa —silenciosa, infantil,
inconfesable— es la que convierte el acto de volver a llamar a alguien, a pesar
del tiempo transcurrido, en una jugada emocional de alto riesgo.
Cuando
mi amiga me preguntó qué hacer, no le hablé de la otra persona. Le hablé de
ella. De lo que busca, de lo que espera, de lo que teme. Porque el dilema no
está en el botón. Está en lo que proyectamos sobre él. En lo que queremos que
el otro haga una vez abierta la puerta.
Estas
relaciones que se han quedado a mitad de camino entre la vida y la muerte, son
como obras inacabadas. No hay final concreto. Solo el silencio, esa zona gris
donde todo puede reactivarse o simplemente seguir en pausa indefinida.
Y
duele más de lo que uno cree. Porque no hay manual. Porque no hubo despedida.
Porque no se cerró la herida, solo se cubrió. Y a veces, volver a marcar el número,
que por otro lado no se olvida, es quitarle la venda, solo para ver si todavía
sangra.
¿Mi
consejo? Llámala si no te duele. O llámala, aunque duela, pero sabiendo que no
estás buscando que el otro venga a curarte. Que lo haces por ti. Por tu paz.
Por poder mirar tu teléfono sin sentir que hay una herida latente allí,
esperando.
Y
si no puedes, no vuelvas a llamar. No te fuerces. Porque a veces cuidarse
también es sostener la barrera.
Al
final, la gran pregunta no es si llamar o no, después del tiempo transcurrido.
Es: ¿qué
estoy buscando en este acto? ¿Un cierre? ¿Una señal? ¿Una revancha?
¿Un milagro?
Y
si la respuesta es cualquiera de esas, entonces aún no es momento.
Las
relaciones nos forman, nos deforman, nos modelan y, a veces, nos arrasan. Pero
también nos enseñan. Nos invitan a vernos, a descubrir qué partes de nosotros
se activan ante la presencia —o ausencia— del otro.
Quizás
volver a marcar el número de teléfono de alguien, no sea un signo de rendición
ni de madurez. Tal vez sea, simplemente, una forma de decir: puedo
mirar esto sin romperme. O no. Porque volver a llamar a alguien no
siempre cambia algo en la relación. Pero puede cambiar algo en uno mismo. Y a
veces, con eso basta.
Lola T,
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