La infancia no termina a los 12: 
lo que el adulto hereda del niño que fue.

“Hay una parte de ti que no creció, no porque no pudiera, sino porque nadie estuvo allí para sostener su llanto.”

 

Aunque creamos haber dejado atrás la infancia, muchas de nuestras reacciones adultas son ecos de un niño interior que aún espera ser visto. Esa voz que estalla en un conflicto, ese dolor sin razón clara, suele provenir de antiguas heridas no atendidas.

No se trata de caprichos ni debilidades: son defensas aprendidas por un niño que tuvo que adaptarse para sobrevivir afectivamente. Aprendimos a agradar, a callar, a ser fuertes. Pero esas máscaras, de adultos, se vuelven prisiones.

A menudo, una escena aparentemente inofensiva –como un dibujo ignorado– se convierte en la semilla de una creencia devastadora: “No soy importante”. Y ese dolor no resuelto se reactiva en cada vínculo que no nos valida.

Reconocer al niño interior es notar cuándo nuestras emociones nos sobrepasan, cuándo buscamos aprobación, cuándo tememos no ser suficientes. No es para culpar, sino para dejar de repetir lo que nos dolió.

Sanar no es borrar el pasado, sino acompañarlo con ternura. Es convertirnos en los padres amorosos que necesitábamos, hablarnos sin juicio y escribir, quizá, esa carta que nunca recibimos:

“Te veo. Ya no estás solo. No necesitas ser perfecto. Solo necesitas ser verdadero.”

Porque la infancia no se supera: se abraza.
Y al hacerlo, nos damos el permiso de volver a nosotros.


Lola T. Licenciada en Filosofia, Mentora y Consultora Humanista.

dolorestorres.com 

Comentarios

Entradas populares de este blog