El Cuerpo como Acto Fallido: Cuando la Caída es el Único Camino Posible


    Vivimos en un mundo donde la estructura interna de muchos parece estar forjada en hierro. Una estructura que se sostiene por el peso del deber, la corrección, el sacrificio silencioso. Es un sistema que no permite el desborde, porque lo que desborda, arrastra todo lo demás. Hemos aprendido a convertir el control en nuestra forma de vida, en nuestra protección, en la trinchera que nos resguarda de lo que hemos vivido, de lo que no hemos dicho, de lo que se quedó pendiente.

    Sin embargo, el cuerpo, ese sujeto que no tiene palabras, no se deja someter tan fácilmente. Y aunque el pensamiento se disfraza de control, el cuerpo, con su lenguaje sordo y visceral, no negocia. Tarde o temprano, este cuerpo comienza a hablar. Habla de las cargas que no hemos soltado, de las emociones atrapadas, de las heridas que no hemos podido cicatrizar. Habla de esa tensión interna que no ha encontrado forma de liberarse, y lo hace de la manera más rotunda: a través de la caída.

La caída no es un accidente. Es un acontecimiento que irrumpe en nuestra lógica del control. Es una fisura en ese entramado de autocontrol, de imagen perfecta, de obligación. No es el cuerpo el que tropieza, es el yo que, sin quererlo, se rinde, se traiciona en un movimiento que no puede controlar. La fractura es la señal de que algo ha cedido, de que lo controlado ha perdido su fuerza.

    Si uno se detiene un momento, se da cuenta de que hay algo profundamente subversivo en el acto de romperse. Es especialmente subversivo cuando esa persona ha hecho del deber su única ley, cuando ha dejado que su vida se estructure en torno a lo que los demás esperan de ella, o de lo que ella misma cree que debe ofrecer. En estos casos, el deseo se silencia, se postergan los propios anhelos por miedo a traicionar lo que se ha considerado "correcto" o "responsable".

    Y entonces, el cuerpo se quiebra. No es solo un hueso que se rompe, ni una pierna que se fractura. Es una estructura psíquica que colapsa. Es una demanda interna que se cae. Es la imposibilidad de seguir sosteniendo algo que ya no se puede sostener. Es el grito que no fue escuchado, la emoción que no pudo ser llorada, el dolor que se quedó bajo capas de eficiencia, control y “normalidad”. La fractura física se convierte en la única salida a ese dolor acumulado, un dolor que ya no puede callarse.

    La pregunta que se plantea, entonces, es: ¿Qué se está quebrando en ese momento exacto? No se trata de un accidente trivial. No se trata de una simple torcedura o caída. Lo que está quebrándose es la propia estructura que hemos ido creando para sostenernos, para evitar mostrarnos vulnerables, para seguir siendo funcionales y “correctos” ante el mundo.

    El control absoluto, esa falsa sensación de estar completamente en manos de uno mismo, es, a veces, la más peligrosa de las ficciones. En el fondo, hay algo que no puede ser controlado, algo más grande que se cuela a través de la grieta. El cuerpo, como acto fallido, aparece como un síntoma, como un mensaje cifrado que irrumpe en la escena de nuestra vida para dejarnos cara a cara con lo inasimilable. Es allí donde comienza otra historia. La historia de la escucha.

    La caída nos obliga a detenernos, a mirar lo que antes no queríamos ver. Nos empuja a reconocer una verdad que, aunque no puede ser dicha con palabras, empieza a balbucearse en el espacio del quiebre. Porque no se trata de rehabilitar solo el cuerpo, de poner huesos en su lugar. Se trata de algo mucho más profundo: ¿Qué se desploma cuando el yo cae? ¿Qué se quiebra dentro de nosotros cuando ya no podemos seguir sosteniendo la fachada de control, de perfección, de eficiencia?

Y la pregunta más importante: ¿Qué puede nacer de ese derrumbe?

    Este es el punto donde comienza el viaje hacia una nueva forma de existir. El proceso de recuperación no es solo físico, sino también psíquico. Es una oportunidad para redibujar los límites de uno mismo, para crear nuevos pactos con la vulnerabilidad, con el deseo, con el descanso. Es el momento de preguntarse qué es lo que realmente necesitamos para sanar, para vivir una vida menos gobernada por la corrección y más conectada con lo que somos, más allá de las expectativas, los deberes y los mandatos.

    En el coaching conversacional, este tipo de experiencias se abordan desde un lugar de profunda escucha. En lugar de dar respuestas fáciles o soluciones rápidas, el proceso se enfoca en invitar a la persona a conversar con el síntoma, a explorar lo que está detrás de la fractura. No se trata de evitar el dolor o el quiebre, sino de permitir que este se convierta en una vía de transformación, una oportunidad para hacer una pausa consciente y replantear lo que realmente importa.

    La caída, en última instancia, puede ser el punto de inflexión necesario para crear una vida  más genuina, más conectada con el deseo, la autenticidad y la paz interna. Puede ser el momento en que se deshacen las viejas estructuras y se da espacio a nuevas formas de ser y estar en el mundo. Quizás, solo quizás, el derrumbe es el único camino posible para construir algo más real, más cercano a lo que realmente somos en nuestro núcleo más profundo.

    Así que, cuando nos caemos, cuando nos rompemos, no perdemos todo. En el lugar de la fractura, en ese espacio de vulnerabilidad y rendición, puede haber un renacer. Quizás lo único que necesitamos es permitirnos ver la grieta para descubrir, finalmente, lo que realmente importa.

Lola T.

dolorestorres.com


Alexandre Cabanel (1823-1889) - La muerte de Ícaro

Ícaro representa al sujeto que, impulsado por el deseo de trascendencia y libertad, vuela demasiado alto y cae. En términos freudianos, es la imagen del sujeto que cede a su pulsión, ignora el principio de realidad, y como resultado, fracasa. Su caída simboliza la consecuencia de no poner límite al deseo.

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